Dorian y su espada. Dos en uno. Era su única y más fiel
compañera. Se llamaba Helvete; él le había puesto ese nombre cuando su padre se
la regaló al cumplir los 14 años. Ahora tenía 18.
Aún recordaba cuando de verdad la necesitó, con todas sus
fuerzas para vivir..
Se había separado del resto en el camino a algún sitio por
conquistar. La vista de las montañas nevadas, la niebla, el viento... le hacía
poder ver el frío.
Allí sentía como si pudiera cambiar el mundo, el solo, como lo había estado siempre.
Allí sentía como si pudiera cambiar el mundo, el solo, como lo había estado siempre.
Se cansó de ver su alma reflejada en la nada y decidió
explorar más aquel terreno. Se subió a su caballo y siguió un camino al azar.
Solo quería soledad.
Y la encontraba.
A lo lejos vio un cementerio. Estaba lleno de lápidas sucias
con eredaderas adheridas a la sepultura. Se notaba que hacía tiempo que nadie
pasaba por allí, las flores en estado putrefacto no llamaban la atención.
El caballo decidió no acompañarle en su paseo, así que fue
solo, como de costumbre.
Vagando sin rumbo alguno entre los pasillos y creiendo ser
el único ser humano allí, vio dos arboles al fondo del cementerio.
Se sentó debajo, para ver como se ponía el sol.
A su espalda escuchó una voz femenina que le incitaba a
darse la vuelta, pero no lo hizo.
Se dirigía a el. Le preguntaba algo en un idioma que no
comprendía.
Presentía en esa mujer algo malo, de lo que no iba a poder
escapar.
Así que desenfudó a Helvete y puso fin a sus temores.
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